Siempre supe que mi hogar era Puerto Rico. No era una pregunta, ni algo que tuviera que descubrir con el tiempo. Lo sentí en mis huesos desde que era niña, cuando corría descalza por la casa de Mami Silvia, cuando papi Willy me enseñaba que el precio de la comida no importaba si la disfrutabas con el corazón. Cuando la brisa caliente del Caribe me despeinaba y los coquíes cantaban en las noches como si fueran guardianes de mis sueños.
Pero la vida me hizo partir, y con cada despedida, con cada mudanza, con cada aeropuerto en el que me vi reflejada en las pantallas de vuelos retrasados, empecé a preguntarme si el hogar era más frágil de lo que pensaba. Si con el tiempo y la distancia, esa certeza que siempre tuve se iría desvaneciendo.
Descubrí que no.
Porque cada vez que regresé, Puerto Rico me abrazó sin preguntas. Me recibió con los brazos abiertos, con el mismo cielo despejado, con el mar recordándome que pertenezco aquí. Con el olor a café colado en la mañana y el sonido de la gente hablando alto en cada esquina. Con el sofrito de mi abuela, con el aguacate que papi Willy me buscaba porque sabía que era mi favorito.
Mi hogar nunca cambió. Cambié yo.
Me convertí en alguien que aprendió a vivir lejos, pero nunca a soltar del todo. Que ama con la misma intensidad el asfalto de Austin y las montañas de la isla. Que llora en los aeropuertos cuando se va y también cuando regresa. Que sabe que puede adaptarse a cualquier ciudad, pero que su corazón siempre tendrá acento boricua.
El hogar es más que una casa, más que una dirección en el pasaporte. Es el lugar al que perteneces, incluso cuando no estás. Es donde todo hace sentido, donde no tienes que explicarte, donde basta con cerrar los ojos y escuchar la risa de tu gente para saber que sigues siendo tú.
Y yo lo tengo claro: no importa a dónde vaya, Puerto Rico siempre será mi refugio, mi raíz, mi casa.
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