La gloria eres tú (A papi Willy)
- Mariony Enid
- Jun 24
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Ese día, el tiempo se rompió. Sin aviso, sin ruido. Mi mundo, ese que tenía su risa de fondo y su guitarra como ancla, cambió para siempre. Fue el tipo de silencio que grita por dentro. Ese día, papi Willy cerró los ojos por última vez. Me reconoció. Me apretó la mano. Y horas después, se fue. Se fue tranquilo, como quien ya lo dio todo. Como quien sabe que cumplió. Se fue rodeado de amor, como vivió: con intensidad, con verdad, con alma. Y dejó un vacío que no se puede nombrar. Que nadie sabrá llenar.
No supe si escribía para él, para mí, o para no desmoronarme. Hay dolores que se escriben para no olvidarlos. Y hay amores tan grandes, que aunque se apaguen, siguen resonando como eco en el pecho. Hay presencias que se quedan, aunque ya no estén.
Él no fue solo mi abuelo. Fue mi cómplice. Mi alcahuete. Mi primer refugio. El mejor abuelo del mundo, sobre todo con su primera nieta, la que nació el mismo día que él. Como si el universo nos hubiera enlazado con un lazo invisible, uno que el tiempo no pudo cortar.
Él no fue músico. Él era música. Lo era todo el tiempo, incluso cuando callaba. La llevaba en los huesos, en la mirada, en esas manos que no sabían estar quietas. No necesitaba un escenario. Le bastaba su guitarra, una Coors Light fría, y la brisa de la tarde entrando por las ventanas. Aunque también vivió sus momentos de gloria. Cantó en los vuelos de Pan Am entre San Juan y Nueva York, grabó comerciales de Goya en Hollywood, y compartió canciones con los grandes de su época. Pero lo suyo nunca fue por fama. Fue por amor. Porque no sabía vivir sin cantar.
Siempre tenía una historia que sabía a cuento viejo, una risa que llenaba la casa entera, y una melodía que se colaba bajito, aunque nadie la pidiera. No fue un hombre perfecto, pero supo querer bonito. Con gestos sencillos. Con silencios que abrazaban. Con actos que hablaban más que las palabras. De esos amores que se sienten con todo el cuerpo y se recuerdan con lágrimas suaves.
La casa de papi en Moca era más que un hogar. Era un refugio sagrado, un rincón del mundo donde todo parecía estar en calma. El aroma del café llenaba la cocina mientras la brisa suave se colaba por las ventanas abiertas. Desde el cuarto, su guitarra vibraba bajito, como si acompañara el latido de la casa. Y él, siempre ahí, con su sonrisa ladeada, esa que decía sin palabras que todo estaba bien. En ese espacio, el tiempo iba más lento. Lo ordinario se volvía mágico solo porque él estaba. No necesitaba hacer mucho. Su presencia lo llenaba todo. Sin esfuerzo. Sin prisa. Sin final.
Cada fin de semana se daba su gustito. Su cervecita en mano, su vuelta por los negocios de siempre, su tarima improvisada con o sin el trío. Guitarra en pecho, alegría en la voz. Entre risas, chistes, y boleros, ahí se le notaba la vida. No necesitaba mucho para ser feliz. Un buen plato, una conversación larga, un bistécito con papas a medianoche. Y ya. Así se vivía bonito, decía él.
Me enseñó a no complicarme. “Nena, la gente se jode sola”, soltaba mientras partía una guayaba o desgranaba gandules con la misma calma de siempre. Yo me reía sin saber que, años después, esas palabras me iban a sostener cuando todo doliera.
Nuestra canción fue siempre La gloria eres tú. Luis Miguel, claro. Cuando él la empezaba a tararear, yo sabía que venía algo especial. No importaba si había ruido, gente, o distracciones. Todo desaparecía. Solo quedábamos él y yo, cantando bajito. Como si eso fuera suficiente para que el mundo no doliera tanto.
Cada 17 de septiembre fue más que un cumpleaños. Era nuestro día compartido, de esos que el universo marca con intención. Mario Andrés también nació ese día, y papi nos celebraba a los dos con el mismo amor, con el mismo orgullo. Pero lo mío con él tenía otro tono. Una complicidad distinta. Un lazo silencioso. “Vamos a cantarla, nena”, decía, y comenzaba el ritual. El mundo se hacía pequeño para que él y yo nos perdiéramos en esa canción. Porque él siempre fue eso para mí: casa.
Con los años, su voz se hizo más suave. Sus dedos más lentos. Pero nunca dejó de estar. Su espíritu seguía llenando el cuarto, incluso cuando su cuerpo ya no podía. Hoy, la casa está más callada. Pero su risa todavía rebota por las esquinas. Y en mi pecho, su canción no se apaga. Porque mientras la cante, mientras lo recuerde, él sigue aquí.
Gracias, papi, por las madrugadas de aventuras. Por enseñarme que una cerveza fría puede ser un poema. Por amarme sin condiciones. Por quedarte conmigo, en lo simple, en lo eterno.
Y cuando escuche La gloria eres tú, cerraré los ojos. Y ahí vas a estar. Sentado como siempre, con tu guitarra en las piernas, tu Coors Light de lata chiquita, y esa sonrisa tuya que decía más que mil palabras.
Vas a tararear los primeros acordes, y aunque ya no estés, te voy a sentir cerquita. Porque tu amor no se fue. Se quedó en mí. En mi voz cuando canto bajito. En mi risa cuando me acuerdo de ti. En todo lo que soy.
Y entonces lo voy a saber, con el corazón lleno y los ojos cerrados:
“Todo va a estar bien, nena. Todo va a estar bien.”
Porque mientras te cante, tú nunca te irás.
Hermoso