
Primero que nada, vamos a aclarar algo: tú no eras mi crush.
Lo sé, lo sé. La primera en soltar esa palabra fui yo, así, sin pensar, como quien tira un chiste en una conversación seria y luego se ríe incómoda. Pero vamos, uno puede decir esas cosas en plan “cute” sin que signifiquen demasiado, ¿verdad? Así que relájate, baja la ceja, respira.
Dicho esto… sí me gustabas. Me encantabas, de hecho.
No de esa forma de novela en la que todo es miradas intensas y declaraciones bajo la lluvia. Nada de promesas, ni de “a dónde va esto”, ni de playlist de canciones con indirectas. Lo nuestro fue un vaivén de palabras, de mensajes que a veces llegaban y a veces se perdían en el limbo del visto. Una conexión suspendida en el aire, sin nombre ni etiqueta, y así estaba bien.
Hasta que nos volvimos a ver.
Y ahí, BOOM, todo cambió.
No por algo que dijiste—porque, francamente, ni me acuerdo qué dijiste—sino por la forma en la que me miraste. Como si, de repente, yo fuera alguien que no podías respetar.
Y en ese instante, vi lo que tú veías.
Y uff.
No me gustó nada.
No porque fueras tú juzgándome, sino porque, por primera vez en mucho tiempo, me vi con claridad. Y fue incómodo, como cuando abres la cámara frontal sin querer. Me di cuenta de que estaba haciendo las cosas mal, de que me estaba dejando llevar por el caos, de que estaba huyendo en lugar de enfrentar lo que realmente tenía que enfrentar.
Y tú, sin darte cuenta, fuiste el espejo que me mostró la cruda realidad.
Así que, gracias.
Gracias por no darme lo que quería en ese momento, porque lo que quería no era lo que necesitaba. Gracias por la claridad repentina, por ese golpe de realidad que, aunque dolió un poco, me hizo un favor enorme.
Me gustabas. Me encantabas. Pero lo que más me gustó de todo esto fue volver a mí.
Eso sí, que quede claro: lo de “crush” fue un desliz. No te emociones. 😏
Con cariño,
La que aprendió la lección (eventualmente)
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